EL FILO CERCENADOR (ALGO ASÍ COMO LO INCONCLUSO)

por Diego Maureira

 

 

Me introdujeron de lleno

En la economía social de mercado

como vil productor de escoria

Y aquí estamos. Poniéndole el hombro

hasta nueva orden

Rodrigo Lira

 

 

La masa de imágenes producidas por el presente neutraliza la carga discursiva de aquellas capturas sujetas a una temporalidad histórica que reclama un sentido político: la inscripción del pasado que disputa en su referencialidad una correspondencia con las condiciones del presente a través de la revelación de causalidades. Del otro lado se encuentra la amnesia inconmensurable e informe que convive de manera natural con el espacio de lo posible en el plano de la imaginación humana. La responsabilidad del arte, bajo este escenario, se asoma entre la honda y cruda fuerza de lo indeterminado y su movimiento de avance permanente. Se trata, en específico, de aquello que no posee leyes fijas y que excede la capacidad de clasificar, medir o regular el universo de formas, identidades y lenguajes que estructuran el devenir errático de la cultura. Faulkner hablaba de la literatura como una pequeña luz que solo permite dimensionar la abismante oscuridad que nos rodea. Esto no es un problema si entendemos lo acotada y arbitraria que es nuestra participación individual y epocal en el mundo. Se trata de una mera condición general y el punto de partida de una batalla que seguro se perderá, pero que es preciso librar (si queremos vislumbrar lo que se esconde tras las sombras).

 

Mis propios sueños no me dejan dormir de Marco Arias es una exposición que retoma el formato del retrato junto a símbolos e imágenes que aluden a un período específico de la historia política y mediática del país. Se trata de personajes, signos y acontecimientos vinculados a los años previos y posteriores al cambio de siglo, donde se circunscribe no sólo la biografía del artista sino una serie de episodios y transformaciones político-sociales que tienen como fachada, en el contexto chileno, contenidos de la cultural visual generada por el alcance de los medios masivos de comunicación. Este no es un tema nuevo en la obra de Marco Arias, sino la brújula que guía sus intereses artísticos: de alguna manera, su trabajo se deja fagocitar por las olas siempre desbordadas y en aumento de la información visual de la cultura de masas −en los albores del ingreso a escala social de la era digital−. El artista selecciona y remueve recortes de consumo colectivo para medir sus efectos simbólicos y visualizar su naturaleza fluctuante, cargada de recuerdos fragmentarios y sensaciones ópticas ligadas a cualidades mediales. 

 

En este ejercicio, el intervalo autoconsciente que propicia el arte contemporáneo −heredado del carácter autónomo que inauguró la modernidad humanista y que establece una disposición no utilitaria, formal, frente al objeto o suceso artístico−, sacrifica parte importante de los rasgos técnicos de la obra en la medida que replica recortes fotográficos o televisivos caracterizados por un alto grado de iconicidad. De este modo, Marco Arias instala en calidad de obra imágenes que circularon en las décadas del 90 y 2000, para hacerlas tropezar con el presente. Este uso del material de archivo reduce tanto el misterio a nivel figurativo como la destreza técnica y/o compositiva en que se gesta. No es una anulación radical sino un desequilibrio. Este último aspecto destierra al artista del espacio reservado al descubrimiento formal, enfoque subsumido al sobreexplotado argumento de la exploración y experimentación artística que valida hoy en día la puesta en acción del arte contemporáneo. ¿En qué consiste aquel espacio? En un tipo de práctica donde los valores y encuadres históricos de referencia pueden confundirse fácilmente debido a la ausencia de paradigmas. Así, las distintas perspectivas acerca de lo que el arte es y lo que determina su calidad, conviven en un tablero especulativo e intuitivo –amparado por un sesgo de clase–, de límites imprecisos, donde las piezas nunca coinciden las unas con las otras. 

 

En su mayoría, las preocupaciones y énfasis del arte contemporáneo no resuelven dilemas sociales o políticos externos a su esfera de inscripción; más bien enuncian frente a sus propios agentes, de manera aislada, un modo de operar del pensamiento en contacto con la estética en su sentido más amplio. Mis propios sueños no me dejan dormir instala bajo este prisma evocaciones minuciosamente demarcadas de nuestra historia reciente, que recuperando sus reflejos mnémicos transmiten la sensación de una  obsolescencia inminente (como si las vueltas del destino estuvieran a punto de devorar los nebulosos recuerdos de las última era de la televisión previa a la hegemonía de Internet). Sin embargo, poner la atención en la transversalidad de los medios masivos supone riesgos inherentes a la baja cultura al tensionar dos espacios que sensible y socialmente se repelen, además de invocar un estado de reflexión poética en gran medida infructífero. Dice Boris Groys: “hoy sentimos que las cosas producidas por un artista individual se ahogan en las masas de la producción mercantil contemporánea. Así, muchos artistas vuelven al contenido, al mensaje –con la esperanza de que aún serán oídos en nuestro sobrepoblado y saturado espacio público–”.

 

Transmisiones deportivas, de espectáculo, hitos políticos y entretenimiento son universalizados por un abanico limitado de señales comunicacionales que delinearon hace dos décadas una esfera pública nacional unidireccional, alienante si se quiere, de lo que se configuró como el relato y la lengua de lo común. Hacer tropezar imágenes del pasado con el presente requiere de una estrategia visual específica, un desdoblamiento del presentismo que la gramática digital ha impuesto a los vestigios que componen el pasado: la disposición pormenorizada de un enorme número de datos históricos, sólo superado por la escala exponencial de las actualizaciones emanadas del presente. Este formateo de la información visual que inaugura un nuevo estadio para la humanidad, dificulta los anacronismos que amenazan la apariencia de un orden natural, asociados tradicionalmente a una comprensión lineal del tiempo. La simultaneidad y el carácter performático de las imágenes imposibilita hoy el sentido de un tiempo analógico devenido alteridad, marcado por el tránsito de una creciente cultura global hacia el consumo masivo individual interconectado, omnipresente e integrado. 

 

Hasta el día de hoy repercute una frase de la Primera ministra Margaret Thatcher, que administró Gran Bretaña durante un lapso coincidente con la dictadura militar de Augusto Pinochet en Chile. La frase “no hay alternativa” cierra a la vez el título de uno de los textos más lúcidos sobre nuestro tiempo: Realismo capitalista de Mark Fisher. Una de las pinturas que componen la exposición de Marco Arias muestra a Pinochet y Lucía Hiriart junto a la mandataria inglesa que encabezó la Guerra de las Malvinas y que reorientó la política económica de su país hacia la desregulación del mercado y el aumento de la privatización de los aparatos públicos. En paralelo, Pinochet, amparado por una Constitución forjada bajo toques de queda y desapariciones forzadas, sistematizaba la implementación de un neoliberalismo económico extremo en el país. El diagnóstico de Fisher es por supuesto pesimista: evidencia la imposibilidad de contrarrestar bajo las desgastadas fórmulas del repertorio ideológico de izquierda el poder de un capitalismo avanzado, corporativo, global y desterritorializado. Sin embargo, el encuentro entre Pinochet y Thatcher se ve enfrentado de manera veleidosa a los ahora pesadillescos personajes corpóreos del programa infantil Cachureos.

 

Los materiales de esta exposición resuenan como remoción de escombro en algún lugar de nuestros recuerdos. Son apariciones en cierto grado sombrías y transparentes, que revelan su propia decadencia y su propio vigor (lo dicho y lo omitido, lo explotado y lo subyacente). Articuladas en su conjunto son el hogar en que nacimos, el lugar que para bien o para mal nos abrigó. También: la ausencia de pertenencia, lo agotado en el punto exacto donde no reconoces tus vivencias; el filo cercenador del tiempo. Si en un momento la pintura de historia monopolizó la responsabilidad medular de unificar el pasado visualmente bajo una forma oficial, sus ensueños agolpados hoy en día en la inmediatez viral y fluctuante, convierten un trabajo como el de Marco Arias en una especie de filtración de toxinas de un pasado expectante, donde se mezclan herméticamente imágenes y signos asediados por aconteceres determinantes para el desarrollo del mapa político del país, junto a cotidianidades afectivas imperfectas. Una especie de sombra contagiosa que apenas deletrea algo así como lo inconcluso. 

 

 

Diego Maureira

Noviembre 2022

 

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